miércoles, 30 de julio de 2008

Comer pescado en completa soledad es uno de mis placeres secretos. Siempre elijo los más frescos, los más grandes, los más amenazantes. Déme ese y señalo uno que me observa con sus brillantes ojos rojos. ¿En filete?, me pregunta. No, enterito, le digo. Una vez que lo condimento y pongo al fuego. Decido cuál de los cuatro lados vacíos de mi mesa será el indicado para comer. Al fin dispongo manteles, platos y cubiertos, que por cierto nunca uso, como el pescado directamente con las manos, eso me remite a mi lado más primitivo.
Sentada en la silla que da de frente a la ventana dejo hilvanar las nubes a mis pensamientos. Masticando despacio, veintinueve veces cada bocado evito el riesgo de morir con una espina clavada en la garganta, dejo volar mi imaginación y pienso que es peor morir con una espina clavada en el costado.
Sola, desmenuzando recuerdos hasta convertirlos en un bolo respetable, pienso en las ventajas de no tener que hablar con alguien más, de guardar compostura y fingir propiedad, no tener que alternar mordiscos y sonrisitas eclipsadas, y mejor aún no tener que compartir ni mis alimentos ni mis recuerdos. Me río un poco, toso, me atraganto, siento que me asfixio, me desespero, grito pero mi voz no sale, observo mi patético reflejo en la ventana y hasta entonces entiendo: comer pescado a solas tiene sus riesgos.